jueves, 25 de agosto de 2016

Juan de Mena:El Laberinto de Fortuna,Critica al Castellano.


Juan de Mena .

        Nació en Córdoba en 1411. Quedó huérfano muy pronto. La ausencia de documentación sobre sus padres hace sospechar que tuviera origen judeoconverso. En 1434 obtuvo el grado de maestro en Artes en la Universidad de Salamanca. Allí entró en contacto con el cardenal Torquemada, en cuyo séquito viajó a Florencia en 1441 y después a Roma., donde completó su formación humanística. En 1443, de regreso a Castilla, entró al servicio de Juan II como secretario de cartas latinas, cargo que compatibilizó con su oficio regidor de la ciudad de Córdoba. Un año más tarde el monarca le nombró cronista oficial del reino, aunque su paternidad sobre la Crónica de Juan II ha sido cuestionada. A este monarca dedicó su obra más famosa, Laberinto de Fortuna, poema alegórico cargado de erudición al estilo de Dante Alighieri, con influencias de Lucano y Virgilio, en verso dodecasílabo y casi trescientas coplas de arte mayor, caracterizado por el uso de un lenguaje latinizante y cultista, muy influido por la retórica latina. El tema de este gran poema es el papel de la Providencia en la vida humana y el destino nacional de Castilla.

           En 1499 se publicó Las cincuenta o Coronación del marqués de Santillana, poema muy famoso y divulgado en su época, habida cuenta de los manuscritos que se han conservado de él. Intenta combinar la tradición alegórico-dantesca con la lírica cancioneril en el Claroscuro, compuesto en estrofas de arte mayor y menor. En las Coplas de los siete pecados mortales Mena utiliza un lenguaje más llano, pero dejó la obra inconclusa y otros autores la continuaron. Murió en Torrelaguna en 1456.


           Es el primer poeta castellano que se plantea crear un lenguaje poéticamente literario, distinto de la lengua vulgar. El castellano debe a Mena una profunda renovación y la incorporación de nuevos elementos y neologismos: para ello toma palabras directamente del latín y sustituye con ellas palabras existentes del lenguaje popular. Así por ejemplo: “Vulto” por "rostro", “Exilio” por "destierro", "poluto" por "sucio". Le gustaba también el uso de sustantivos esdrújulos (diáfano, sulfúreo) con lo que consigue una peculiar sonoridad. Esta acumulación de recursos expresivos da a la poesía de Mena un estilo típicamente barroco y recargado, además de un gran sentido musical que da una gran fuerza expresiva. Sus innovaciones, introducidas en un idioma todavía rudo, estaban todavía lejos de la madurez que se alcanzaría durante el periodo barroco, pero Mena es sin duda un precedente imprescindible de muchas de las líneas poéticas desarrolladas posteriormente en la literatura castellana.
Laberinto de Fortuna (Las Trescientas) .

           El opus magnum de nuestro poeta fue más conocido por su público como Las trescientas de Juan de Mena, aunque en realidad esté constituido por 297 coplas de arte mayor. La tradición manuscrita adjunta otras tres estrofas que merecieron tratamiento especial por parte del Brocense, quien recogió también las veinticuatro espurias que circulaban por esos años, claro fruto de un imitador. Aunque son varios los puntos de encuentro entre el Laberinto y La Coronación, el primero se revela mucho más ambicioso desde su mismo aspecto exterior: no sólo cuenta con unas cuantas estrofas adicionales sino que éstas, además, son unas altisonantes coplas de arte mayor. El Laberinto de Fortuna representa la quintaesencia en el uso de esa forma poética, que determina el ritmo pero también la sintaxis y hasta el léxico, como demostró Fernando Lázaro Carreter en un magistral trabajo. El estilo del Laberinto atiende a imperativos del ritmo, pero refleja un ideal lingüístico que no falta tampoco en su prosa y que cabe sintetizar en la siguiente afirmación: los clásicos latinos no sólo le brindaban patrones literarios; de ellos, Mena extraía también los fundamentos para su forma de escribir la lengua castellana.

            El poema supone la exaltación de la política castellana y de su hegemonía peninsular, que habrá de consumarse con la recuperación de las tierras ocupadas por los moros. Las trescientas están imbuidas de un espíritu mesiánico presente en otras composiciones heroicas de finales del siglo XV; de hecho, unas décadas después, la copla de arte mayor volverá a adquirir tintes épicos, próximo ya el final de la Reconquista: es ése el metro en que se ha redactado la Consolatoria de Castilla de Juan Barba, un poema de exaltación patriótica y tono mesiánico que vio la luz en torno a 1488, sólo un año después de la victoria de los Reyes Católicos en Málaga. De seguro, este ingrediente del poema hubo de ser uno de los más atractivos para sus lectores, como se percibe en la magna labor de Hernán Núñez (también llamado Pinciano o el Comendador Griego, en sus ediciones de 1499 y de 1505). Ahora bien, aunque en ese aspecto se revele la primera de las dimensiones del Laberinto, este poema deslumbró a los lectores de época, y aún hoy a nosotros, por su corte erudito en la misma línea de Dante.

            El Laberinto, y son palabras de Hernán Núñez y del Brocense, había pagado un alto precio por sus enorme complejidad: copistas e impresores lo habían maltratado; en el siglo XVI, eran cada vez más numerosas las voces que lo tildaban de oscuro e impenetrable. A salirles al paso venía el Comendador Griego; no otra, como se lee en el prólogo, era la intención de Sánchez de las Brozas al retomar la edición del primero, entresacar tácitamente algunas de sus mejores glosas y superar (y es la principal aportación de su trabajo) determinados escollos textuales. Hernán Núñez se mostró artero como pocos. Por su estilo, por sus materiales y su mensaje, el Laberinto venía pintiparado en el momento en que lo dio a la estampa: la copla de arte mayor seguía vigente y el retoricismo arrastraba aún a escritores y lectores, en verso como en prosa; entre los nuevos y cada vez más numerosos lectores, los había atraídos por las obras de signo erudito y enciclopédico (por esos años la imprenta recupera enciclopedias menores, como el Liber de proprietatibus rerum de Bartolomé el Inglés, o un texto de la magnitud del Speculum maius de Vincent de Beauvais) y gozosos al enfrentarse a una lectura erudita con las ayudas necesarias; en fin, el mensaje nacionalista de Las trescientas no podía encajar mejor en otro momento que en la España pujante de los Reyes Católicos, que animaron una ambiciosa empresa cultural a la altura de las circunstancias.

         El Laberinto ofrecía mucho más al contemporáneo de Mena o al lector finisecular que pudo ver la edición de Hernán Núñez. En su interior caben temas y motivos tan gratos en el Cuatrocientos como esa Fortuna que aparece desde el título mismo, cuya figura se apoderará del ocaso del Medievo tanto en la literatura como en las artes plásticas. Mena sabía también de la atracción que suscitan materias como las ciencias ocultas en el lector de ayer como en el de hoy; de ahí la inclusión de uno de los episodios más afamados de Las trescientas: el de la maga de Valladolid, con su predicción sobre el Condestable don Álvaro de Luna. Las coplas a ella dedicadas resultarían ociosas si sólo se tratase de pronosticar el más prometedor de los futuros para el valido castellano, burlados los terribles presagios iniciales; de hecho, la poesía de todos los tiempos dispone de otras vías para llegar a ese mismo punto. No basta con la justificación histórica de la anécdota, al modo de Hernán Núñez, como tampoco con una lectura a posteriori, conocido el desastrado fin que esperaba al Condestable: el largo pasaje de la maga de Valladolid satisfacía el gusto por lo truculento que anida en cualquier lector, y ello, en apariencia, sin necesidad de alejarse de la verdad del caso si damos crédito a Hernán Núñez y a otros antiguos comentaristas. En realidad, se trata de una actualización de otro pasaje del libro vi de la Farsalia de Lucano, como tampoco olvidan esos exégetas. En nuestros días, muchos críticos ven en ese cuadro "la parte más bella de todo el Laberinto", en palabras de José Manuel Blecua.

       La multitud de patrones y fuentes que confluyen en el poema son el más claro testimonio de su riqueza y complejidad; en ellos radica uno de los principales retos para el lector o el crítico, a pesar de la impagable ayuda de la edición del Comendador y de la suma de los esfuerzos de los restantes editores. Por ese lado se entienden las discusiones en torno al origen de determinados recursos del poeta, que a menudo cuentan con raíces tan diversas como difíciles de precisar. Por ejemplo, el motivo seminal de la peregrinatio no sólo aparece en la Commedia dantesca sino que se muestra en otros textos europeos durante el Medievo; sin embargo, la suma de peregrinatio guiada y en compañía de una vissio, tan común en el siglo XV, queda en deuda con el florentino por mucho que nos empeñemos en distanciar su viaje del de Mena y en seguir la pista a otras composiciones alegóricas que le eran igualmente familiares. Los clásicos, sobre todo Virgilio, Lucano y en menor medida Estacio, ayudan a redactar el desfile de figuras por las distintas órdenes del Laberinto; ya que la mitología se le hace imprescindible, Mena cuenta con el apoyo adicional de Ovidio y las Metamorfosis y Boccaccio con De genealogia deorum. La información histórica dispone de una sólida base en los Chronici canones de Eusebio de Cesárea y en otras crónicas nacionales (en particular, el Liber regum, como ya demostrara L. Felipe Lindley Cintra) y universales; por lo que respecta a la abundante materia geográfica con que tropezamos a lo largo del poema, ésta no tiene su fuente primera en el Speculum naturale de Vincent de Beauvais, aunque Mena lo conoce muy bien, sino en la Imago mundi comúnmente atribuida a Honorio de Autum y a San Anselmo, como ya notaron los antiguos comentaristas. Por lo demás, en el Laberinto se detectan dosis, a veces elevadas, de materiales propios de los escritores más gustados en el siglo XV, los mismos que percibimos en otros escritos de Mena: el enciclopedismo cristiano de San Agustín, la moral de Boecio y Séneca o las anécdotas de un Valerio Máximo, al lado de tantos otros autores que la sagacidad de Hernán Núñez no tardó en sacar a la luz; en el Laberinto tampoco faltan aquellos autores medievales que gozaron de mayor nombradía, como los ya citados o el Walter Burley del De vita et moribus philosophorum.

    Como Dante de la mano de Virgilio, el poeta es paseado por Providencia en el palacio de Fortuna, desde donde puede observar el orbe (imago mundi) y ver los hechos de los hombres, dispuestos en tres ruedas: la del presente, la del pasado y la invisible del futuro. Cada rueda tiene siete círculos, cada uno de los cuales es gobernado por un planeta: los de Diana o la Luna (que acoge a los castos y cazadores, como la diosa), Mercurio (de prudentes, honestos y mesurados, y de sus contrarios), Venus (los castos se contraponen a los se han dejado arrastrar por la concupiscencia), Febo (propia de los sabios, filósofos o poetas y, en el fondón, cuantos se han entregado a las artes y saberes ilícitos; el paso de unos a otros se hace por medio de don Enrique de Villena, al que Mena dedica un elogio), Marte (los guerreros del pasado con los del presente, envueltos en guerras justas o injustas; se une el relato de varias muertes heroicas, entre ellas la del Conde de Niebla), Júpiter (orden de los reyes, emperadores y guardianes de la cosa pública, con una invocación a Juan II para que guarde a Castilla de cualquier mal) y Saturno (que no es sino una laus al Condestable don Alvaro de Luna).

        Los hombres y mujeres virtuosos encuentran en el Laberinto de Mena a sus contrarios, como en la Commedia de Dante y en su juvenil Coronación. La obra, así configurada, se nos revela como un ambicioso experimento en la línea del vate florentino, con un temperamento enciclopédico y moral que no oculta sus pretensiones épicas. Como se ha dicho, una materia tan elevada precisaba de la compañía de un verso y una lengua en consonancia, que Mena logró encontrar en la pauta rítmica de la copla de arte mayor (con dos sílabas átonas entre otras dos marcadas: / - - /) y en sus gustos latinizantes, en léxico y sintaxis, que tan bien se adecuaban a ese patrón métrico. Como demostró Lázaro Carreter de manera irrefutable, la tiranía del ritmo de esta estrofa es tan poderosa que se impone sobre la escansión y la prosodia como también sobre la selección de los vocablos o el orden que éstos guardan dentro de la frase; de ese modo, la sintaxis de Mena, de por sí compleja y con una marcada tendencia al hipérbaton incluso en sus escritos en prosa, halló el mejor de los medios en sus versos.

 

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