Juan de Mena .
Nació en Córdoba en 1411.
Quedó huérfano muy pronto. La ausencia de documentación sobre sus padres hace
sospechar que tuviera origen judeoconverso. En 1434 obtuvo el grado de maestro
en Artes en la Universidad
de Salamanca. Allí entró en contacto con el cardenal Torquemada, en cuyo
séquito viajó a Florencia en 1441 y después a Roma., donde completó su
formación humanística. En 1443, de regreso a Castilla, entró al servicio de
Juan II como secretario de cartas latinas, cargo que compatibilizó con su
oficio regidor de la ciudad de Córdoba. Un año más tarde el monarca le nombró
cronista oficial del reino, aunque su paternidad sobre la Crónica de Juan II ha sido
cuestionada. A este monarca dedicó su obra más famosa, Laberinto de Fortuna,
poema alegórico cargado de erudición al estilo de Dante Alighieri, con
influencias de Lucano y Virgilio, en verso dodecasílabo y casi trescientas
coplas de arte mayor, caracterizado por el uso de un lenguaje latinizante y
cultista, muy influido por la retórica latina. El tema de este gran poema es el
papel de la Providencia
en la vida humana y el destino nacional de Castilla.
En 1499 se publicó Las cincuenta o Coronación del marqués de Santillana, poema
muy famoso y divulgado en su época, habida cuenta de los manuscritos que se han
conservado de él. Intenta combinar la tradición alegórico-dantesca con la
lírica cancioneril en el Claroscuro, compuesto en estrofas de arte mayor y
menor. En las Coplas de los siete pecados mortales Mena utiliza un lenguaje más
llano, pero dejó la obra inconclusa y otros autores la continuaron. Murió en
Torrelaguna en 1456.
Es el primer poeta castellano que se plantea crear un lenguaje poéticamente
literario, distinto de la lengua vulgar. El castellano debe a Mena una profunda
renovación y la incorporación de nuevos elementos y neologismos: para ello toma
palabras directamente del latín y sustituye con ellas palabras existentes del
lenguaje popular. Así por ejemplo: “Vulto” por "rostro", “Exilio” por
"destierro", "poluto" por "sucio". Le gustaba
también el uso de sustantivos esdrújulos (diáfano, sulfúreo) con lo que
consigue una peculiar sonoridad. Esta acumulación de recursos expresivos da a
la poesía de Mena un estilo típicamente barroco y recargado, además de un gran
sentido musical que da una gran fuerza expresiva. Sus innovaciones,
introducidas en un idioma todavía rudo, estaban todavía lejos de la madurez que
se alcanzaría durante el periodo barroco, pero Mena es sin duda un precedente
imprescindible de muchas de las líneas poéticas desarrolladas posteriormente en
la literatura castellana.
Laberinto
de Fortuna (Las Trescientas) .
El
opus magnum de nuestro poeta fue más conocido por su público como Las
trescientas de Juan de Mena, aunque en realidad esté constituido por 297 coplas
de arte mayor. La tradición manuscrita adjunta otras tres estrofas que
merecieron tratamiento especial por parte del Brocense, quien recogió también
las veinticuatro espurias que circulaban por esos años, claro fruto de un
imitador. Aunque son varios los puntos de encuentro entre el Laberinto y La Coronación, el primero
se revela mucho más ambicioso desde su mismo aspecto exterior: no sólo cuenta
con unas cuantas estrofas adicionales sino que éstas, además, son unas
altisonantes coplas de arte mayor. El Laberinto de Fortuna representa la
quintaesencia en el uso de esa forma poética, que determina el ritmo pero
también la sintaxis y hasta el léxico, como demostró Fernando Lázaro Carreter
en un magistral trabajo. El estilo del Laberinto atiende a imperativos del
ritmo, pero refleja un ideal lingüístico que no falta tampoco en su prosa y que
cabe sintetizar en la siguiente afirmación: los clásicos latinos no sólo le
brindaban patrones literarios; de ellos, Mena extraía también los fundamentos
para su forma de escribir la lengua castellana.
El
poema supone la exaltación de la política castellana y de su hegemonía
peninsular, que habrá de consumarse con la recuperación de las tierras ocupadas
por los moros. Las trescientas están imbuidas de un espíritu mesiánico presente
en otras composiciones heroicas de finales del siglo XV; de hecho, unas décadas
después, la copla de arte mayor volverá a adquirir tintes épicos, próximo ya el
final de la Reconquista:
es ése el metro en que se ha redactado la Consolatoria de
Castilla de Juan Barba, un poema de exaltación patriótica y tono mesiánico que
vio la luz en torno a 1488, sólo un año después de la victoria de los Reyes
Católicos en Málaga. De seguro, este ingrediente del poema hubo de ser uno de
los más atractivos para sus lectores, como se percibe en la magna labor de
Hernán Núñez (también llamado Pinciano o el Comendador Griego, en sus ediciones
de 1499 y de 1505). Ahora bien, aunque en ese aspecto se revele la primera de
las dimensiones del Laberinto, este poema deslumbró a los lectores de época, y
aún hoy a nosotros, por su corte erudito en la misma línea de Dante.
El
Laberinto, y son palabras de Hernán Núñez y del Brocense, había pagado un alto
precio por sus enorme complejidad: copistas e impresores lo habían maltratado;
en el siglo XVI, eran cada vez más numerosas las voces que lo tildaban de
oscuro e impenetrable. A salirles al paso venía el Comendador Griego; no otra,
como se lee en el prólogo, era la intención de Sánchez de las Brozas al retomar
la edición del primero, entresacar tácitamente algunas de sus mejores glosas y
superar (y es la principal aportación de su trabajo) determinados escollos
textuales. Hernán Núñez se mostró artero como pocos. Por su estilo, por sus
materiales y su mensaje, el Laberinto venía pintiparado en el momento en que lo
dio a la estampa: la copla de arte mayor seguía vigente y el retoricismo arrastraba
aún a escritores y lectores, en verso como en prosa; entre los nuevos y cada
vez más numerosos lectores, los había atraídos por las obras de signo erudito y
enciclopédico (por esos años la imprenta recupera enciclopedias menores, como
el Liber de proprietatibus rerum de Bartolomé el Inglés, o un texto de la
magnitud del Speculum maius de Vincent de Beauvais) y gozosos al enfrentarse a
una lectura erudita con las ayudas necesarias; en fin, el mensaje nacionalista
de Las trescientas no podía encajar mejor en otro momento que en la España pujante de los Reyes
Católicos, que animaron una ambiciosa empresa cultural a la altura de las
circunstancias.
El
Laberinto ofrecía mucho más al contemporáneo de Mena o al lector finisecular
que pudo ver la edición de Hernán Núñez. En su interior caben temas y motivos
tan gratos en el Cuatrocientos como esa Fortuna que aparece desde el título
mismo, cuya figura se apoderará del ocaso del Medievo tanto en la literatura
como en las artes plásticas. Mena sabía también de la atracción que suscitan
materias como las ciencias ocultas en el lector de ayer como en el de hoy; de
ahí la inclusión de uno de los episodios más afamados de Las trescientas: el de
la maga de Valladolid, con su predicción sobre el Condestable don Álvaro de Luna.
Las coplas a ella dedicadas resultarían ociosas si sólo se tratase de
pronosticar el más prometedor de los futuros para el valido castellano,
burlados los terribles presagios iniciales; de hecho, la poesía de todos los
tiempos dispone de otras vías para llegar a ese mismo punto. No basta con la
justificación histórica de la anécdota, al modo de Hernán Núñez, como tampoco
con una lectura a posteriori, conocido el desastrado fin que esperaba al
Condestable: el largo pasaje de la maga de Valladolid satisfacía el gusto por
lo truculento que anida en cualquier lector, y ello, en apariencia, sin
necesidad de alejarse de la verdad del caso si damos crédito a Hernán Núñez y a
otros antiguos comentaristas. En realidad, se trata de una actualización de
otro pasaje del libro vi de la
Farsalia de Lucano, como tampoco olvidan esos exégetas. En
nuestros días, muchos críticos ven en ese cuadro "la parte más bella de
todo el Laberinto", en palabras de José Manuel Blecua.
La
multitud de patrones y fuentes que confluyen en el poema son el más claro
testimonio de su riqueza y complejidad; en ellos radica uno de los principales
retos para el lector o el crítico, a pesar de la impagable ayuda de la edición
del Comendador y de la suma de los esfuerzos de los restantes editores. Por ese
lado se entienden las discusiones en torno al origen de determinados recursos
del poeta, que a menudo cuentan con raíces tan diversas como difíciles de
precisar. Por ejemplo, el motivo seminal de la peregrinatio no sólo aparece en la Commedia dantesca sino
que se muestra en otros textos europeos durante el Medievo; sin embargo, la
suma de peregrinatio guiada y en compañía de una vissio, tan común en el siglo
XV, queda en deuda con el florentino por mucho que nos empeñemos en distanciar
su viaje del de Mena y en seguir la pista a otras composiciones alegóricas que
le eran igualmente familiares. Los clásicos, sobre todo Virgilio, Lucano y en
menor medida Estacio, ayudan a redactar el desfile de figuras por las distintas
órdenes del Laberinto; ya que la mitología se le hace imprescindible, Mena
cuenta con el apoyo adicional de Ovidio y las Metamorfosis y Boccaccio con De
genealogia deorum. La información histórica dispone de una sólida base en los
Chronici canones de Eusebio de Cesárea y en otras crónicas nacionales (en
particular, el Liber regum, como ya demostrara L. Felipe Lindley Cintra) y
universales; por lo que respecta a la abundante materia geográfica con que
tropezamos a lo largo del poema, ésta no tiene su fuente primera en el Speculum
naturale de Vincent de Beauvais, aunque Mena lo conoce muy bien, sino en la Imago mundi comúnmente
atribuida a Honorio de Autum y a San Anselmo, como ya notaron los antiguos
comentaristas. Por lo demás, en el Laberinto se detectan dosis, a veces
elevadas, de materiales propios de los escritores más gustados en el siglo XV,
los mismos que percibimos en otros escritos de Mena: el enciclopedismo
cristiano de San Agustín, la moral de Boecio y Séneca o las anécdotas de un
Valerio Máximo, al lado de tantos otros autores que la sagacidad de Hernán
Núñez no tardó en sacar a la luz; en el Laberinto tampoco faltan aquellos
autores medievales que gozaron de mayor nombradía, como los ya citados o el
Walter Burley del De vita et moribus philosophorum.
Como
Dante de la mano de Virgilio, el poeta es paseado por Providencia en el palacio
de Fortuna, desde donde puede observar el orbe (imago mundi) y ver los hechos
de los hombres, dispuestos en tres ruedas: la del presente, la del pasado y la
invisible del futuro. Cada rueda tiene siete círculos, cada uno de los cuales
es gobernado por un planeta: los de Diana o la Luna (que acoge a los castos y cazadores, como la
diosa), Mercurio (de prudentes, honestos y mesurados, y de sus contrarios),
Venus (los castos se contraponen a los se han dejado arrastrar por la
concupiscencia), Febo (propia de los sabios, filósofos o poetas y, en el
fondón, cuantos se han entregado a las artes y saberes ilícitos; el paso de
unos a otros se hace por medio de don Enrique de Villena, al que Mena dedica un
elogio), Marte (los guerreros del pasado con los del presente, envueltos en
guerras justas o injustas; se une el relato de varias muertes heroicas, entre
ellas la del Conde de Niebla), Júpiter (orden de los reyes, emperadores y
guardianes de la cosa pública, con una invocación a Juan II para que guarde a
Castilla de cualquier mal) y Saturno (que no es sino una laus al Condestable
don Alvaro de Luna).
Los
hombres y mujeres virtuosos encuentran en el Laberinto de Mena a sus
contrarios, como en la
Commedia de Dante y en su juvenil Coronación. La obra, así
configurada, se nos revela como un ambicioso experimento en la línea del vate
florentino, con un temperamento enciclopédico y moral que no oculta sus
pretensiones épicas. Como se ha dicho, una materia tan elevada precisaba de la
compañía de un verso y una lengua en consonancia, que Mena logró encontrar en
la pauta rítmica de la copla de arte mayor (con dos sílabas átonas entre otras
dos marcadas: / - - /) y en sus gustos latinizantes, en léxico y sintaxis, que
tan bien se adecuaban a ese patrón métrico. Como demostró Lázaro Carreter de
manera irrefutable, la tiranía del ritmo de esta estrofa es tan poderosa que se
impone sobre la escansión y la prosodia como también sobre la selección de los
vocablos o el orden que éstos guardan dentro de la frase; de ese modo, la
sintaxis de Mena, de por sí compleja y con una marcada tendencia al hipérbaton
incluso en sus escritos en prosa, halló el mejor de los medios en sus versos.
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